Castigadas, juzgadas, aisladas y acorraladas, la vida de las mujeres trans es un calvario en Nicaragua: a diario sufren violencia y discriminación, y a falta de oportunidades, son obligadas a ejercer la prostitución. Se han convertido en la población sexualmente diversa más invisibilizada, pero siguen luchando por su identidad de género.
Por Cristian Tórrez | Junio 28, 2021
En las fotografías, aún está impregnada la lucha que desde los 14 años decidió emprender Kendra Contreras,
para que se le reconociera su identidad de género: usa maquillaje, tacones y un vibrante vestido de gala que
lució en un certamen de belleza en su municipio, hace cuatro años.
En ese mismo retrato también está el reflejo de una mujer trans que soñaba con construir su casa y ser
estilista profesional.
Originaria de Somotillo, Chinandega, “Lala”, como le llamaban, vivió lo que muchas mujeres trans sufren a
diario en los barrios de Nicaragua: discriminación y violencia. En ella se cumplió el fatal pronóstico de
que la esperanza de vida de estas mujeres es de entre 30 y 35 años. Contreras fue asesinada atrozmente por
dos hombres, la madrugada del 3 de marzo de 2021, en un crimen que la diversidad sexual catalogó como de
odio, pues la ataron a un caballo y la arrastraron 400 metros, y por si no bastara, la mataron a pedradas,
hasta dejarla tirada en un predio baldío, en las cercanías de la frontera con Honduras.
Antes de ese crimen, las mujeres trans asistieron a otro que trascendió la opinión pública, en 2019. El 10
de septiembre, Ludwika Vega perdió cuatro piezas dentales, producto de una paliza que casi le cuesta la
vida.
“Me metieron la cara en una bolsa con detergente, me ‘desquebrajaron’ la quijada con un adoquín, me dieron
siete puñaladas, hasta que entendí que si seguía poniendo resistencia me matarían. Dejé de moverme, me
tocaron y pensaron que estaba muerta, contuve la respiración, para que no me siguieran golpeando”, recuerda
la directora de la Asociación Nicaragüense Transgénero (ANIT).
El intento de asesinato ocurrió antes de marcharse a casa, mientras Vega apagaba las luces de la ANIT. Esa
noche, dos hombres se acercaron, bajo el pretexto de “necesitar” preservativos, Ludwika abrió la puerta,
cuando de repente sintió que se abalanzaron sobre su cuerpo.
“Comenzaron a darme con un cuchillo, me opuse y en cuestión de segundos lo único que sentía era dolor y
sangre corriendo por mi cuerpo. Antes de irse, apagaron las luces, esperé hasta estar segura de que se
habían ido. No sé cómo logré soltarme, corrí hacia la parte de atrás, salté el muro y pedí ayuda”, recuerda.
No era la primera batalla que Ludwika libraba a sus 37 años, pues el hecho de haber superado los 35 años, ya
era de por sí un logro. En América Latina, una de las regiones más violentas del planeta para la población
trans, la esperanza de vida es de tan solo 35 años, 40 años menos que el promedio de la población de
Nicaragua.
“La situación de las mujeres trans en Centroamérica es desesperante, porque implica que todos los años se
cuestionen si van a celebrar su próximo cumpleaños. Si llegas a los 36, es un desafío de vida”, afirma
Zuleika Rivera, del organismo Race & Equality.
Desde esa perspectiva, Vega sigue desafiando a la vida. A casi dos años de la agresión, aún no cuenta con un
dictamen del Instituto de Medicina Legal y denuncia que la Policía Nacional la llamó, cuando estaba
convaleciente, para realizar un retrato hablado del atacante.
“Querían que les diera nombre, foto y dirección del tipo”, ironiza Vega, quien asegura se “aburrió” de ir a
la Policía para conocer cómo avanzaba su caso, el cual fue registrado por las organizaciones transgéneras
del país, como uno de los más violentos en 2019.
Para Damason Vargas, otra defensora del colectivo trans, desde su exilio en Costa Rica, Nicaragua es “un
país tóxico y violento con la población trans”. “La gente nos condena al infierno, solo por el hecho de
existir. Hablar de ser trans en Nicaragua, es hablar de desigualdad, significa sobrevivir todos los días y
cada día tener menor calidad de vida, menos ganas de vivir”, reprocha Vargas.
Ese sentimiento de desesperanza se vio reforzado este 2021, al darse cuenta del asesinato de su amiga Lala,
en Somotillo.
Un estudio realizado por la organización Trans Respect & Transphobia revela que desde octubre de 2019 hasta
septiembre de 2020, se registran 350 trans asesinadas en América Latina, lo cual representa un 6% más en
comparación con datos reportados en 2019.
La organización advierte que estas cifras están incompletas, pues en la mayoría de países las autoridades y
familiares se refieren a la personas con el género incorrecto.
Así lo refleja el asesinato de “Lala” en Nicaragua, donde la Fiscalía no la reconoció como una mujer
transgénero y lo calificó como “asesinato agravado” en contra de un hombre.
“La sociedad no nos encasilla, nos castiga por pensar y ser diferentes, cada año retrocedemos en materia de
derechos humanos”, señala Hanny Pérez, también de la Asociación de Mujeres Transgéneras Nicaragüenses.
“Lo que las autoridades se niegan a ver es el odio con el que se cometen estos crímenes, hay un deseo de
borrar sus identidades y mutilar sus cuerpos”, enfatiza.
En Nicaragua, la falta de reconocimiento a través de una ley de identidad de género, las condena a vivir una
vida llena de agresiones y a convivir con un cuerpo con el que no se identifican, deben lidiar con lo que
ello implica: las críticas por su apariencia, las miradas discriminatorias, los insultos y la exclusión
social.
“La sociedad siente que tiene el derecho de juzgarnos, vamos por la calle y nos quedan viendo con mala cara,
siempre estamos bajo la mirada de todo el mundo. Lo siento todos los días. Hablo con mis amigas y cuando les
pregunto cómo están, ya no responden bien o mal, sino que me dicen ‘ahí’. Estamos vivas porque respiramos,
pero no somos visibles para el Estado y la sociedad”, reprocha Vargas, con tono de frustración.
Una realidad tan excluyente que los legisladores del país se han negado a recibir una propuesta de ley de
identidad de género que les permita reconocerse como tal, y en su lugar aprobaron la Resolución Ministerial
671, en el 2014, que según sus detractores no ha hecho más que “reforzar estereotipos”.
“En teoría, el sistema de salud nos permiten ingresar con el nombre que nos sentimos identificadas, pero
existe un desconocimiento generalizado de la Resolución, y muchos, cuando llegamos a los centros
hospitalarios, somos el hazmerreír del personal médico, porque se rehúsan a llamarnos por nuestros alias,
hay quienes, incluso, se niegan a entregar los medicamentos, porque no aceptamos ser llamados por nuestro
nombre legal”, explica Pérez.
La Resolución 671 establece que el personal de salud, ya sea público o privado, “deberá llamar a las
personas por el nombre elegido, según su vivencia de género, entendiéndose por el nombre elegido el nombre
social utilizado por la persona”.
“La Resolución Ministerial en sí, nos estigmatiza, porque nos ubica en un grupo altamente vulnerable de
contraer VIH, entonces, para que tengamos derecho a la salud en Nicaragua como trans, y me puedan reconocer
con el nombre que deseo, es porque he dado positivo con VIH, de lo contrario, no soy elegible a ser llamada
por el nombre con el cual me identifico”, reclama Vargas.
Estas radiografías de violencia son parte del día a día de la población trans en Latinoamérica, donde el uso
malintencionado de pronombres o adjetivos de género distinto con el cual se identifican, se ha convertido en
uno de los tipos de violencia más común.
El informe sobre “Violencia contra personas LGBTI”, elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos (CIDH), señala que estas acciones se ejercen con “el fin de humillar y ultrajar” a las personas, por
su identidad o expresión de género.
Para José Ignacio López, experto en Derechos Humanos de la Diversidad Sexual, esta violencia obedece, en
parte, a la cultura conservadora, impulsada en cierta medida por el desinterés del Estado en abordar estos
temas.
“Para el Estado de Nicaragua, las trans son visibles en términos epidemiológicos, porque pertenecen a un
grupo altamente vulnerable, y han llegado a formar parte de ese grupo, por la misma exclusión social, tanto
en la familia como en la sociedad, que las arroja a las calles y las orilla a ejercer trabajos informales de
sobrevivencia. No tienen acceso a educación, tampoco a oportunidades laborales, incluso, son los más
discriminados dentro de la misma comunidad LGTBIQ, porque entre más visible es la identidad de género, mayor
es la exclusión social”, explica López.
Ellas han pagado caro “el precio de ser mujeres”. Según estadísticas de la Asociación de Mujeres Transgéneras
Nicaragüenses, en el país se registra un promedio de 60 agresiones por año, de las cuales, casi el 100%
quedan sin resolverse.
Nicaragua tampoco cuenta con estadísticas sobre las agresiones hacia la población trans, por lo tanto, cada
organización registra los casos por cuenta propia. A pesar de que el país, desde el 2009, cuenta con una
Procuraduría de la Diversidad Sexual, la cual debe garantizar la no discriminación y el respeto de los
derechos de la comunidad LGTBIQ, los organismos defensores cuestionan que en la realidad la procuradora
Samira Montiel representa los intereses del régimen de Daniel Ortega y no los de la Comunidad LGTBIQ.
“La procuradora de la Diversidad Sexual en Nicaragua tiene conocimiento de todas estas agresiones y sabe que
la primera institución del Estado que violenta nuestros derechos es la Policía Nacional. Hemos llegado hasta
la Procuraduría, para realizar denuncias, y jamás se ejecutan acciones, porque la procuradora tiene
afinidades con el Gobierno”, denuncia Pérez
Ella asegura que cada vez que interponen una denuncia ante la Policía Nacional, los casos quedan engavetados
y no pasan a manos de los jueces. “Los agresores andan libremente por las calles, golpeándonos, y no pasa
nada”, reprocha Pérez.
Irlanda, a sus 24 años, ha sentido en carne propia esa violencia. A los 17 años, un tío político le fracturó
la nariz, fue a interponer la denuncia, pero después de 9 meses de idas y venidas a la Policía Nacional,
ella y su hermana desistieron del caso.
“Mi hermana mayor vendió todas sus prendas para poder pagar mi recuperación, tenía la cara hinchada, mi
agresor era familiar de la alcaldesa de Managua (Deysi Torres), tenía contactos y desestimaron el caso,
diciendo que no se había probado ningún delito. No teníamos ni la capacidad económica para apelar y
contratar a un abogado, y yo estaba cansada de un proceso que me desgastaba psicológica y emocionalmente”,
rememora Irlanda, aunque su vida siempre ha estado plagada de dolor y violencia, que se intensificaron
cuando tomó consciencia de estar atrapada en un cuerpo que no le pertenecía, ya que su padre fue el primero
en “condenarla”.
“La violencia en mi casa era algo de día a día, mi papá golpeaba a mi mamá y me decía que si yo tenía
orientaciones sexuales distintas, se iba a olvidar que era mi padre. Fue duro, no sabía cómo expresarme,
porque estaba encerrado como en una jaula…Cuando mi mamá se divorció de mi papá, tuve el valor de confesarle
que tenía gustos sexuales diferentes”.
Su madre no lo tomó de la mejor manera. “Me dijo te apoyo, pero no quiero que te vistas de mujer. Fue un
golpe fuerte, salía del colegio y me iba a maquillar, me miraba en el espejo y me decía esta soy yo, poco a
poco mi mamá me fue aceptando y después era ella quien me compraba el maquillaje”, sostiene Irlanda, casi
alentada.
Sin embargo, Irlanda aún se enfrenta a un sistema menos comprensible que su madre, el educativo y laboral.
“La discriminación laboral es tan grande, que si no emprendemos un negocio propio, jamás vamos a generar
ingresos, porque las empresas del país no quieren contratarnos, solo por el hecho de ser trans”, critica
Irlanda, quien encontró su espacio en el mundo del maquillaje, uno de los oficios más comunes para la
población trans.
De hecho, el Estudio Situacional de los Derechos Humanos de las Personas LGTBIQ+ en Nicaragua, 2020, revela
que casi el 49% se han visto obligados a crear sus propias fuentes de empleo, ante la falta de
oportunidades.
“En Nicaragua, casi tres de cada diez miembros de la comunidad LGTBIQ, se ven forzados a crear su propio
empleo. Existe una presión social tan fuerte que los aísla, por lo general, no se les invita a las
actividades sociales dentro de los centro de trabajo, en otras ocasiones se les recarga de trabajo o
simplemente sus trabajos no son remunerados de la misma manera”, explica López.
El estudio, aplicado en 43 municipios del país, deja en evidencia las condiciones precarias en las que la
comunidad LGTBIQ se ve obligada a sobrevivir.
El 93% no logra cubrir ni la mitad de la canasta básica, debido a que sus ingresos no superan los 16 mil
córdobas. Casi el 75% tiene un ingreso mensual de 8,300 córdobas.
“No es solo la falta de oportunidades, sino la manera en que nuestros trabajos son remunerados”, cuestiona
Ludwika Vega. Desde su experiencia como presidenta de ANIT, la mayoría de las trans se desarrollan en el
mercado informal, porque sienten que son espacios donde pueden ser aceptadas.
“Hay quienes bailan en los circos, otras amenizan cumpleaños, pero en la mayoría de las ocasiones no reciben
una remuneración económica por estas actividades, hacen el show de gratis o reciben alcohol como forma de
pago, es común escuchar: ‘sentate, tomate tu cervecita’. Al final, estos trabajos más bien estigmatizan a la
comunidad”, enfatiza Vega.
Es por ello que se ha propuesto reivindicar el derecho de sus “hermanas”, para combatir las percepciones
erróneas e ir luchando contra los estereotipos sobre los trabajos que ejercen las mujeres trans.
“Debemos dejar de pensar que todas las compañeras nos dedicamos a la prostitución, muchas hemos estudiado,
aun sabiendo que las oportunidades laborales para nosotras son casi inexistentes”, sostiene Vega, quien se
graduó como liceciada en Mercadeo.
Mientras Ludwika Vega lucha por erradicar estereotipos y educar a la población sobre identidad de género,
también enfrenta sus propios miedos, el principal es morir por sentirse mujer o perder a una de sus
compañeras en cualquier momento, porque, aunque ella es consciente de que el género se construye y la
identidad sexual es una elección libre, la sociedad en la que sobrevive no lo percibe de la misma manera.
Y en eso, todas hacen un llamado al Estado a que las vea como sujetas de derechos. Aunque en enero de este
año,la Asamblea Nacional aprobó una reforma constitucional, para establecer la pena de cadena perpetua para
crímenes de odio, como el que se cometió contra la joven “Lala”, y que llevó a la cárcel a los autores,
Bernardo Pastrana y Jorge Mondragón. Ellas hechan en falta una política integral que combata la
discriminación y la violencia, que ponga fin a esa fatídica proyección de que las mujeres trans no llegan a
alcanzar los 35 años de vida.
*La autora es exrea política y defensora de los derechos humanos de la diversidad sexual.