Rosario Murillo: El ascenso de la primera dictadora de América Latina

Rosario Murillo ha pasado de ser la esposa del dictador Daniel Ortega a convertirse en la primera dictadora de facto en América Latina. Mientras él se eclipsa, ella consolida su control absoluto sobre Nicaragua.

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Despacho 505
  • Managua, Nicaragua
  • mayo 23, 2025
  • 12:42 PM

En el corazón de Managua, en la residencia conocida como El Carmen, Rosario Murillo Zambrana empezó a tejer, desde las sombras, el camino hacia el poder absoluto. Poeta, madre, vocera, y finalmente “copresidenta”, Murillo ha pasado de musa bohemia a figura todopoderosa del régimen más autoritario de Centroamérica. Hoy, aunque la figura nominal sigue siendo Daniel Ortega, nadie duda de que ella gobierna.

En América Latina han existido mujeres al frente de regímenes autoritarios, pero ninguna con el poder y el control absoluto que Rosario Murillo ha amasado. Su caso es único: no llegó al poder por elecciones propias, sino que lo construyó desde dentro, hasta convertirse en la primera mujer dictadora de facto en la historia política reciente de la región.

Durante los años ochenta, Murillo no tenía peso político. En plena guerra revolucionaria, su figura era la de una compañera distante de Ortega, más interesada en la poesía y la espiritualidad que en la administración del Estado. Se rodeaba de artistas, organizaba fiestas que duraban hasta el amanecer, y mantenía una vida paralela al poder.

Sin embargo, tras la derrota electoral del Frente Sandinista en 1990 y el retiro de Ortega a la oposición, Murillo comenzó a acercarse a los centros de decisión. Cuidó a Ortega tras un infarto en 1994, lo acompañó en su resurgimiento político y, en un giro brutal, lo defendió públicamente en 1998 cuando su hija, Zoilamérica Narváez, lo denunció por abuso sexual. A partir de entonces, como relata el libro El Preso 198, “logra el control sobre él que buscó toda su vida”.

El rostro del régimen

En 2006, cuando Ortega retornó al poder gracias a un pacto político y a una reforma electoral, Murillo ya era pieza clave en el aparato de propaganda. Su sello apareció en todo: los mensajes místicos del régimen, la estética colorida y barroca de los espacios públicos, y un discurso cargado de religiosidad sincrética.

En 2016, Ortega la nombró vicepresidenta, pero su poder excedía con creces ese cargo. Coordinaba el gabinete, hablaba en nombre del gobierno y tomaba decisiones estratégicas. En la práctica, Nicaragua tenía dos presidentes, pero solo una voz: la suya.

Tras la rebelión cívica de abril de 2018, la transformación fue total. El régimen abandonó cualquier apariencia democrática, desató una represión brutal contra manifestantes, encarceló a opositores, cerró medios de comunicación y canceló la personalidad jurídica de organizaciones civiles. Desde entonces, Rosario Murillo ha sido el rostro más visible del autoritarismo nicaragüense.

Murillo no solo ejerce el poder, lo sacraliza. Sus discursos diarios están plagados de referencias a Dios, la Virgen María, los astros y la energía cósmica. Habla de amor, paz y reconciliación mientras su dictadura encarcela, exilia y elimina todo vestigio de disidencia.

Una de las contradicciones más evidentes entre su discurso religioso y sus acciones se ha manifestado en sus constantes ataques contra la Iglesia católica. Al igual que su marido, Murillo ha acusado a obispos y sacerdotes de estar detrás de lo que llama un supuesto “golpe de Estado fallido” en 2018 —una narrativa que carece de pruebas verificables—. En ese contexto, ha utilizado un lenguaje particularmente agresivo contra religiosos, a quienes ha llamado “terroristas”, “lobos repugnantes”, “hijos del demonio” y “pastores disfrazados que no son pastores, son criminales”.

En uno de sus discursos más encendidos, el 20 de julio de 2018, Murillo dijo: “¡Cuánta maldad en esas sotanas! ¡Cuánto odio se esconde detrás de esas túnicas! Son demonios con disfraz de santos”.

Otro ejemplo claro de su retórica contra la Iglesia se dio el 13 de agosto de 2022, cuando declaró, que los obispos y sacerdotes en Nicaragua “son energúmenos, energías demoníacas, instrumentos del diablo, que promueven el odio y el caos desde sus púlpitos. No predican a Cristo, predican al anticristo”.

Murillo ha reservado palabras igual de ofensivas para la oposición cívica, a quienes tilda de “plaga”, “diabólicos”, “desnaturalizados” y “despreciables”. El 19 de abril de 2021, durante una alocución conmemorativa del tercer aniversario de las protestas, exclamó:

“Son vampiros sedientos de sangre, bestias del infierno, hijos del odio que jamás volverán. ¡Nunca más el demonio del golpismo en nuestra Nicaragua bendita!”

Su estilo es vertical, excluyente y profundamente personalista. Ha creado una red de lealtades que se extiende por todo el Estado y ha colocado a sus hijos en posiciones clave. Algunos analistas consideran que está construyendo una dinastía familiar, con miras a perpetuar su legado político más allá de la vida o la capacidad de Ortega.

¿Y después de Ortega?

Aunque Daniel Ortega sigue en el mando, son cada vez más las señales de que Rosario Murillo es quien toma las decisiones estratégicas. Controla la Policía, los medios estatales, el aparato electoral y a los cuadros del Frente Sandinista. En los círculos de poder, su palabra pesa más que la de cualquiera.

En los últimos meses, los rumores sobre un posible retiro —o debilitamiento por salud— de Ortega han cobrado fuerza. El reciente mensaje de felicitación enviado por Rosario Murillo a Margarita Simonián, redactora jefa de Russia Today (RT), ha avivado estas especulaciones.

Publicado el 22 de mayo de 2025 por el medios oficialistas, el mensaje celebra el reconocimiento otorgado a Simonián por parte del presidente ruso Vladímir Putin. Pero lo que llamó la atención en Nicaragua no fue el contenido, sino la forma: la carta solo lleva la firma de Murillo, sin la tradicional cofirma de Ortega. La omisión resulta aún más significativa dado que Ortega no apareció en los actos públicos del 130 aniversario del natalicio de Augusto C. Sandino, evento emblemático donde se esperaba su participación el 19 de mayo.

Estos silencios institucionales y simbólicos han alimentado la percepción de que Murillo ya no solo gobierna junto a Ortega, sino que se proyecta como su sucesora inevitable de esa dictadura.

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